domingo, 23 de noviembre de 2014

LA ESTATUA (3ª PARTE)

Habían pasado ya varios meses desde el asunto de la anciana. La estatua no se había movido de su lugar y mi vida había regresado a la rutina.
Tomaba el desayuno en el bar de la esquina. Allí leía el periódico todos los días mientras el camarero, sonriente, me servía café y galletas. La suculenta propina que recibía de mis manos hacían de él un eficaz sirviente.
Esa mañana fría, el viento soplaba salvaje. El sonido que hacía al chocar contra los cristales de la cafetería parecía un aullido, un grito de terror que se me clavaba en los tímpanos.
Estaba absorto en esos ruidos cuando descubrí una noticia que me dejó helado. Hablaba de una anciana rica desaparecida hacía seis meses. La foto la delataba. Era la vieja que pujó en la subasta de la estatua. Y recordé.
Salté de la silla ágil como cuando era joven y salí corriendo hacia mi casa. Al llegar no vi nada extraño. Todo era silencio, solo roto por el viento. La estatua continuaba allí, en su lugar habitual, no se había movido.
Me acerqué entonces a la zona trasera de mi casa y descubrí dos zonas con tierra removida. Quedé paralizado del terror.
Era todo cierto. Recordé lo sucedido con la anciana. Su cadáver en el jardín y el hoyo que cavé para enterrarla.
Me desconcertaba el otro trozo removido con tierra fresca. No recordaba haber encontrado más cadáveres en mi césped.
Retorné a la casa y esta vez sí que descubrí el movimiento furtivo de la estatua. Su sombra quedó reflejada en un espejo y mis capturaron su imagen reflejada en él.
Grité de espanto. Esa estatua estaba viva. Sus brazos retorcidos se movían y sus ojos giraban en las cuencas redondas de madera. Se detuvo en la puerta y me miró.
No tenía boca, así que no supe si sonrió al verme. Era en mi cabeza donde imaginaba su risa perversa. Regresaron los susurros y las voces. Algo me hablaba y despertaba mis instintos más salvajes.
Pensé en huir pero no lo hice. Pensé en enterrar a la estatua pero tampoco me atreví. La dejé allí, en la puerta de la casa y me escondí en la habitación.
Desperté horas después con un martilleo en la cabeza. Las punzadas en mis sienes eran producidas otra vez por la resaca. No recordaba haber bebido ni cómo llegué a la cama.
Empecé a preocuparme. Debería acudir al médico. Las lagunas de memoria eran ya muy largas y se extendían a muchas noches.
Entonces recordé a la estatua y fui en su busca.
No estaba en su lugar ni en la puerta de entrada. La busqué por el jardín y tampoco la hallé perdida cerca de la piscina como la vez anterior. Seguí caminando alrededor de la casa, buscándola.
Y al doblar la esquina quedé petrificado. Al lado de la tierra removida donde había enterrado a la abuela muerta en mi jardín, había tres zonas más de tierra levantada.
¿Qué había pasado? No recordada haber ido allí, ni coger la pala, ni enterrar nada. Decidí que lo mejor era volver a cavar y desenterrar lo que había enterrado. Así descubriría el misterio.
Pero me sentía agotado y me tumbé a descansar en la cama. Caí dormido al momento y olvidé de nuevo los hoyos del jardín...

LA ESTATUA (2ª PARTE)

Tras reponerme del susto y colocar la horrible estatua en su lugar de nuevo, me acerqué al jardín.
La anciana yacía boca abajo en el césped con el cuello girado en una extraña posición y la cara desencajada de terror. Algo espeluznante la había matado y mi mente, siempre tan material y terrenal, se negaba a creer que fuera cierto que la estatua tenía algo que ver en el asunto.
Pensé en llamar a la policía pero, ¿cómo explicarles que el cadáver había aparecido así, sin más en mi jardín?. No me creerían, abrirían una larga y penosa investigación y me tendrían días y días ocupado en preguntas sin sentido. Hasta llegarían a sospechar de mí y no quería pasar por ese calvario.
Lo mejor sería enterrar a la anciana y olvidar el asunto. Y eso hice. Detrás de la casa había un terreno yermo y allí cavé un agujero y enterré el cuerpo de la mujer.
Agotado por el esfuerzo me fui a dormir sin pensar más en la estatua y sin comprobar que ella se hallaba en el lugar que había elegido desde un principio como su "lugar".
Desperté al escuchar los aullidos de un perro. No eran ladridos, más bien parecían gritos de dolor y de angustia. Bajé corriendo las escaleras, abrochándome el batín, con grave riesgo a caerme y salí al jardín.
La estatua estaba allí al lado de la piscina y un perro intentaba sin éxito nadar y salir del agua. Se estaba ahogando.
Sin pensarlo, salté al agua y, cogiendo por el collar al animal, lo arrastré nadando hasta la escalerilla. Pesaba como un muerto y pataleaba asustado. Me arañó el estómago y me golpeó la cara pero fui más fuerte y conseguí sacarlo del agua.
El animal se sacudió las gotas y, sin darme las gracias,huyó con el rabo entre las piernas.
¿Qué le causaría tanto miedo?- pensé-, y, al girarme, descubrí a la estatua mirándome con ojos furibundos. De sus órbitas salía un fuego rojo y sus retorcidos brazos comenzaron a moverse. Se avalanzaban hacía mí y huí hacia la casa dejando a la estatua abandonada a su suerte.
Era la tercera noche consecutiva que caía como un plomo, medio muerto, en la cama y sin ponerme el pijama.
Al día siguiente, al despertar, todo parecía haber vuelto a la normalidad. Encontré mi obra de arte en su "lugar" y no vi fuego en sus ojos. Pensé que todo había sido un mal sueño y olvidé al perro y a la anciana enterrada en la parte de atrás de mi casa....

LA ESTATUA

Hace tiempo que no visitaba las salas de subastas, pero esta vez acudí al recibir un extraño mensaje en el correo electrónico donde me comunicaban de forma anónima que no podía perderme la subasta de una estatua original llegada de Mozambique.
Yo, empedernido coleccionista de arte, no pude evitar la tentación de acercarme a la sala y contemplarla.
Aquella mañana no había mucha gente. La crisis también había afectado al coleccionismo. Pocos éramos los afortunados que podíamos pujar por raras obras inencontrables hasta el momento, que salían al mercado por necesidades económicas. Y eran unos verdaderos chollos.
La subasta comenzó con varias piezas de oro encontradas en un galeón español hundido en las costas caribeñas. Hubo varias tentativas y se llevó el gato al agua una anciana bien vestida que me miraba altiva por encima de sus gafas de pasta.
La estatua salió en cuarto lugar. Era horriblemente fea y en ello radicaba su belleza y valor.
Cuando la pieza salió a la palestra sentí un extraño impulso. Una atracción hacia ella que nunca había sentido por ninguna pieza en todos mis años de experto coleccionista de arte. Sentí sus suaves palabras en mi mente. Y pujé.
No esperaba encontrar enemigo alguno para esa abominación creada por el hombre, pero la anciana bien vestida pujó. Estuvimos varios minutos subiendo el precio hasta que ella se dio por vencida. Gané como siempre hacía en todas las subastas y me llevé la "preciosa" estatua a mi casa.
Antes de salir de la sala me encontré de nuevo con la vieja bien vestida que, desde su altivez, mirándome por encima de sus gafas de hueso, me dijo:
- Cuídate de esa estatua, está maldita. Yo la quería para destruirla.
Y se marchó sin darme tiempo a contestar.
Ya en casa, relajado, con un vaso de ginebra en la mano, instalé a mi nueva huesped en el salón y me senté a observarla.
Regresaron a mí aquellos susurros incomprensibles que escuchara en la sala de subastas y, asustado, bebí hasta embotar mis sentidos.
A la mañana siguiente desperté todavía vestido con la ropa del día anterior y con resaca. Bajé al salón y sorprendentemente no encontré a la estatua en su lugar.
Pensé que la habían robado y me acordé de la vieja bien vestida.
Me acerqué al teléfono para llamar a la policía y denunciar la desaparición de mi valiosa obra de arte cuando el corazón me dio un vuelco y casi me desmayo del susto. La estatua miraba por la ventana hacia la calle, de espaldas a mí contemplaba el jardín.
Me acerqué y creí por un momento que la estatua se giraría cobrando vida mirándome con sus ojos de vidrio opaco. Con pálpitos y temblores me situé junto a ella y regresaron las suaves voces a mi cabeza con más fuerza.
Entonces fue cuando la vi y un grito agónico escapó de mi boca. En el suelo de mi jardín yacía sin vida el cuerpo de una anciana vestida con las mismas ropas que la vieja que pujó junto a mí por la estatua ....

LA ESTATUA (DESENLACE)




Desperté entumecido. Miré por la ventana y descubrí que había nevado. ¿Cuántas horas había dormido? ¿O habían sido días?
Me vestí y desayuné un poco de cognac. El alcohol parecía que se había convertido en mi única compañía últimamente.
Y recordé.
La estatua no estaba. La busqué por toda la casa. Había desaparecido. Salí al jardín y descubrí la piscina vacía, llena de basura y hojas muertas, como si hiciera siglos que nadie la usara.
Di la vuelta a la casa, pensando que encontraría todo el terreno levantado repleto de cadáveres enterrados, pero la tierra estaba seca y dura, cubierta por la nieve y no había rastro de haberla removido hacía meses o, incluso, años.
No sentía el viento en mi cuerpo, aunque solo me hallaba tapado con el batín y regresé al interior de mi mansión.
Con una copa en la mano intenté pensar. ¿Dónde diablos se había metido la maldita estatua? ¿Y los cadáveres? En la mesita del té continuaba reposando el periódico que contaba la noticia de la desaparición de la vieja rica. Pero al contemplarlo más detenidamente observé que se hallaba cubierto de polvo.
Recorrí toda la casa, tropezando con los muebles, a ratos llorando y a ratos riendo enloquecido. Todo se encontraba rodeado de polvo, como si hiciera un millón de años que la casa hubiera estado abandonada. Creí estar muerto.

El sol se escondía ya tras las últimas casas vecinas y las luces artificiales comenzaban a inundar las sombras con su luz mortecina. La calle se hallaba desierta. Salí con miedo al exterior. Demasiado silencio, un extraño aire sin sonido me embargaba los sentidos. Me acerqué a la verja de la casa y descubrí que estaba cerrada con un candado viejo y oxidado. No podía escapar de mi propia casa. Grité pero nadie acudió en mi auxilio.
Estaba anocheciendo y ya no sabía que hacer. Entré de nuevo en la casa y descubrí que no tenía línea de teléfono, ni luz, ni agua corriente. La casa se encontraba en un estado deplorable. En esos pocos minutos, eso creía yo, que había pasado en el exterior de la casa, habían transcurrido dos siglos en el interior.
Y apareció la estatua. Salió del interior de un armario. Sus ojos rojizos me miraban y una grotesca sonrisa iluminó su espantoso rostro.
Intenté huir pero fue inútil. La estatua se acercó con sus retorcidos brazos y me abrazó. Lo último que sentí fue un fétido aliento en mi rostro antes de perder el sentido.


Lo encontraron muerto, en una extraña postura y con la cara desencajada de terror. Cuando investigaron el caso, hallaron varios cadáveres enterrados en la parte trasera de la casa. Uno de ellos era el de la rica coleccionista de arte desaparecida meses atrás. Se había resuelto un extraño caso de asesinatos múltiples sin necesidad de investigarlo.
El comisario que se había encargado del caso, antes de cerrar la puerta de aquella inmensa casa, descubrió una estatua apoyada en un rincón. Le llamó la atención su fealdad y decidió llevársela a su mujer como regalo de aniversario; a ella le encantaban esas excentricidades. Nadie había hecho inventario de los enseres de aquel monstruo, y nadie reclamaría sus bienes. La casa ya pertenecía al Estado.
El comisario envolvió la madera retorcida en forma de demonio humano y la escondió en su maletero. Silbando, feliz, se marchó a su casa...

domingo, 14 de septiembre de 2014

HABITACIÓN DE HOTEL

Llegas y entras. Todas son iguales en un primer momento. Sí, impersonales, serias, asépticas como las habitaciones de los hospitales. Lugares cuadrados, con grandes ventanales y cortinas sedosas, semitransparentes; sólidos rincones decorados según la época del año o del país de origen.
Dejas la maleta sobre la cama. En todas las habitaciones de hotel la cama es inmensa, en ella puedes girarte imitando a las agujas de un reloj. Ríes, pensándolo y lo haces. Te arrojas sobre la mullida colcha e imitas a las saetas girando locas en un reloj imaginario.
La maleta se abre y sacas tus enseres personales. Son pocos, los cuentas con los dedos de una mano. Pero siempre te acompañan en tus viajes a países exóticos. Un cepillo de dientes, un secador de pelo, una muda limpia y la ropa de trabajo recién planchada y todavía con el olor característico que enama de las tintorerías baratas.
Has personalizado la habitación de ese hotel, como tantas otras habitaciones en tantos otros lugares desconocidos. Una semana te aguarda de búsqueda. Mientras, ese pequeño rincón impersonal y sobrio se convertirá en tu hogar, en tu escondite secreto, en tu refugio perfecto.

Hoy has llegado deprisa, casi te pescan. Has tenido que recoger todo corriendo, con prisas. Sin tiempo para doblar la ropa y ordenar la maleta. Has llorado de tristeza. Tienes que volver a emprender la marcha, tu huida constante en busca de clientes. Mañana te espera otro país, otra forma de vida, otra habitación de hotel.
En esta última, aún estresada por las prisas, te da tiempo, como en todas las habitaciones de hotel donde te has hospedado. Dejas tu regalo y te marchas.

La chica que limpia las habitaciones en el turno de mañanas lo encuentra colgado del espejo del baño. Un grito desgarrador retumba por los pasillos del hotel. Todos corren a socorrer a la joven que ha caído inconsciente en el inmaculado suelo de loza del cuarto. Pero antes de ayudarla, lo descubren, tu regalo. Una oreja atada a un cordel cuelga del espejo que refleja los rostros desencajados de los allí presentes...

Un avión despega, tú sonríes. Te colocas los cascos para escuchar a Wagner mientras piensas en tu próximo cliente y en el futuro regalo que dejarás en una nueva habitación de hotel.

domingo, 3 de agosto de 2014

MAÑANA ES LUNES


Mañana es lunes. Todo alrededor huele a lunes. El comienzo de una semana, de un mes, de una vida.

La misión avanza según lo previsto. El avión sobrevuela los volcanes. Las bombas de gas caen desde el cielo. Como pequeñas esferas de luz, se ven alejarse de la nave nodriza. Caen a la tierra yerma, oscura, apagada, muerta.
El único montículo con nieve se vislumbra en la distancia. Hace horas que nada respira en el planeta recién descubierto. Todo hiede a muerte. Las plantas calcinadas, los animales carbonizados; si es que eran animales.....

Mañana es lunes. Sigue imaginando que es el comienzo de una semana cualquiera, de un mes cualquiera, de una vida normal cualquiera.

La misión ha concluido con éxito. La nave se aleja de la peste. El planeta inerte llora. Unas lágrimas oscuras resbalan por su piel marchita. Desde la negrura del espacio infinito, mientras la nave se aleja del exterminio, observa como llora el pobre planeta.
¿Tiene vida? ¿Siente el dolor y la muerte? ¿Sabe que ha sido masacrado por una especie inteligente que se cree inmortal?

Mañana es lunes. Navega rumbo a casa. Quiere volver a abrazar a su bebé. Desea acostarse en las cálidas sábanas recién planchadas, y besar a su pareja que le espera desde hace décadas.

Porque hace décadas que salió de la Tierra. Hace mucho tiempo que navega girando entre la oscuridad del universo. Y confunde los días, y ya no sabe cuántas navidades se perdió mientras viajaba rumbo a un planeta desconocido. Un lugar descubierto por casualidad, cuando un niño observaba las estrellas con un telescopio comprado en internet, robado a la NASA. Un planeta con vida inteligente, más inteligente que el sabio más sabio que vivía en la Tierra. El paraíso que describieron los antiguos. Allí reinaba la paz, allí plantas, animales y seres parlantes vivían en armonía. Sin bombas, sin odios, sin muerte.

Mañana es lunes. Continúa con la retahíla, con el sonsonete cansino que lleva marcando su mente desde que despegó de Cabo Cañaveral. Pronto llegará. Desde la distancia ya se atisba el minúsculo punto que es la Tierra, con su puntito siempre a su lado, la Luna.

Se acerca. Ha olvidado que su nave ha viajado millones de kilómetros, dejando atrás millones de estrellas, sólo para destruir a sus hermanos. Solamente recuerda su casa, su jardín, el olor de la piel de sus seres queridos. El sonido del llanto de un niño y la risa alegre de su compañera de vida.

La Tierra asoma. Está ennegrecida. Está muerta. Todo aparece ante sus ojos destruido por bombas, por esas pequeñas esferas que él mismo ha arrojado desde su nave nodriza a millones de kilómetros, a años luz de su planeta.
¿Qué ha hecho?

Mañana es lunes, piensa. Despertará de su pesadilla al sonar el despertador, y a su lado yacerá dormida el amor de su vida.

La nave entra en la atmósfera irrespirable de un planeta muerto. Observa que todavía queda nieve en la cima de una montaña. ¡Es el Everest!
¿Qué he hecho?

La radio de su nave está muerta, sólo emite un zumbido lastimero de soledad. Todo ha acabado. Aterriza y abre la compuerta. Pisa el suelo convertido en cenizas, su casco le protege. LLora, como lloró antes el planeta. ¿Qué han hecho? El planeta que han destruido ha sido el que ellos mismos crearon.

Mañana es lunes, dice, con voz temblorosa, mientras se desabrocha las hebillas de su casco espacial. Sólo di la vuelta al Universo. Julio Verne estaría orgulloso de los hombres.

Su cabeza estalla, su piel se derrite por la radiación de las esferas que él mismo arrojó en otro Universo, en otro Planeta, van expulsando desde el seco suelo. No siente dolor en su cuerpo, sí en su corazón que grita, que agoniza, que llora....

Y un último pensamiento inunda su mente: Mañana es lunes y despertaré seguro.







domingo, 27 de abril de 2014

LOS ESTALACTITOS


Los excursionistas descendieron al interior de la cueva. Iban bien preparados con sus neoprenos, sus cuerdas de seguridad, sus cascos; y un guía autóctono.
Andrés había pagado la escandalosa suma de 30.000 euros por aquella excursión al interior de la tierra, al paraíso que cualquier espeleólogo querría visitar antes de morir.
El fondo de la oquedad se hallaba húmedo. El ruido de las gotas que caían del techo con paso cansino, se escuchaba con la precisión del tictac de un reloj antiguo.
Andrés fue el primero en tocar suelo. Ayudó a sus compañeros y soltó las cuerdas. El guía señaló una pequeña senda, apenas visible con la luz de las liternas de los cascos.
_Por allí_, dijo en un castellano rudo pero entendible.
Fueron avanzando maravillados. La cueva mostraba sus recovecos mágicos y alucinantes. Más mágica en la realidad que en los folletos publicitarios de la agencia que la promocionaba.
"Lástima no haber traído cámara de fotos"_ Pensó Andrés contemplando las curvas y estalactitas milenarias que encontraba a su paso.
El grupo avanzaba despacio. El guía los dejaba ir y, poco a poco, sin que ellos se percatasen, se fue quedando atrás, mientras Andrés y sus compañeros se adentraban en la profundidad de la sima.
El estrecho camino se abría dando paso a una gran bóveda, de esas de película. La oscuridad era total, el techo parecía que no tenía fin y se sentía el profundo malestar de la falta de oxígeno.
La claustrofobia hizo acto de presencia justo al desaparecer el guía. Andrés giró y alumbró con su linterna hacia la salida de la cavidad. Ni rastro del que los había llevado hasta allí. Sus compañeros lo miraban con los ojos desorbitados.
_¿Y ahora qué hacemos? ¿Volvemos? ¿Y el indígena ese? ¿Dónde narices se ha metido? ¡Si es una broma de cámara oculta no tiene graciaaaaaaaaaaaaaa!_ Gritó el más joven de los cinco a las inmensidades oscuras de la cueva.
Algo respondió:
_ciaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa, ciaaaaaaaaaaaaaaa, ciaaaaaaaaaaaaa, ciaaaaaaaaaaaaaaaaaa...
Y algo despertó...
Andrés fue el primero en descubrirlas. Unas extrañas y diminutas estalactitas al fondo de la cueva. Antes no estaban allí, al entrar ese hueco él lo había visto vacío. Giró la cabeza y la oscuridad ocultó las formas.
_¿Habéis visto eso antes?_ dijo, señalando a las figuritas y alumbrándolas de nuevo._ Joder, están más cerca que antes, se mueven.
_Andrés, no tiene gracia, ¿qué dices? ¿Cómo se van a mover si son de piedra?
Los seres avanzaban, guiados por las voces, como zombis atraídos por el olor de la sangre.
La luz de los cascos apenas iluminaba la totalidad de la caverna y las estalactitas se acercaban silenciosas, no tenían pies ni boca, solo se dejaban resbalar por la humedad de la roca. Ni siquiera siseaban.
Andrés no sintió al primero, La bota que calzaba, especial para la travesía y para el descenso de barrancos no le dejó sentir el roce. Los estalactitos, seres ancestrales que habitaban la cueva desde antes de que el ser humano poblara la tierra necesitaban alimento.
Poco a poco rodearon a los excursionistas. Unos más altos que otros, unos más antiguos y otros recién nacidos de la tierra. Les resultaba fácil atrapar a aquellos cuerpos blandos, ellos eran como lapas, se adherían a la ropa, a la piel y quemaban como el hielo en la lengua.

El guía solo oyó un alarido atroz que resonó por todos los pasillos de la cueva. Sonreía mientras escalaba hacia la salida. Todos los años se repetía la historia. Su web hacía dos días que se había vuelto a cerrar. La agencia ya no estaba en la esquina de la calle Alfonso. Ahora le quedaba un año de disfrute de sus euros. Para la próxima fecha el negocio estaría preparado en otro país, en otra ciudad...